Antes de ser libres
Anita de la Torre nunca cuestionó su libertad viviendo en la República Dominicana. Pero al cumplir doce años de edad en 1960, la mayoría de sus familiares han emigrado a Estados Unidos, su tío Toni ha desaparecido sin dejar rastro y la policía secreta del gobierno aterroriza a su familia restante dada su presunta oposición a la dictadura de Trujillo.
Utilizando la fuerza y el valor de su familia, Anita debe vencer sus miedos y volar hacia la libertad, dejando atrás todo lo que alguna vez había conocido.
De la renombrada autora Julia Alvarez llega una historia inolvidable sobre la adolescencia, la perseverancia y la lucha de una niña por su libertad.
An Excerpt fromAntes de ser libres
—¿Quiénes se ofrecen de voluntarios? —dice la señora Brown. Estamos preparando una obra para el Día de Acción de Gracias o Thanksgiving, que tomará lugar dentro de dos semanas. Aunque los primeros colonizadores ingleses nunca llegaron a la República Dominicana, asistimos a un colegio americano, así que hay que celebrar los días festivos americanos.
Es una tarde calurosa y bochornosa. Tengo flojera y aburri- miento. Afuera, las palmeras están en absoluta calma. Ni siquiera una brisa. Algunos de los alumnos americanos se quejan de que no parece Día de Acción de Gracias cuando hace tanto calor como el Cuatro de Julio, el día de la independencia de los Estados Unidos.
La señora Brown echa un vistazo por el aula. Mi prima, Carla, se sienta en el pupitre enfrente de mí y agita el brazo.
La señora Brown llama a Carla y luego a mí. Carla y yo vamos a representar el papel de dos indias que les daban la bienvenida a los colonizadores. La señora Brown siempre nos da los papeles que no son tan buenos a nosotros los dominicanos.
Nos reparte un cintillo con una pluma que sobresale como la oreja de un conejo. Me siento ridícula.
—Muy bien, indios, acérquense y saluden a los colo- nizadores —la señora Brown hace señas hacia donde se encuentran Joey Farland y Charlie Price con sus rifles de juguete y sus gorros de
Davy Crockett, que lograron que la señora Brown les permitiera usar. Hasta yo sé que los pioneros vienen después de los colonizadores.
—Anita —me señala—, quiero que digas: «Bienvenidos a los Estados Unidos».
Antes de que pueda pronunciar mi parte, Oscar Mancini le- vanta la mano:
—¿Por qué los indios se refieren a los Estados Unidos, cuando no existía tal cosa en ese entonces, señora Brown?
El aula emite un gemido. Oscar siempre está haciendo pregun-
tas.
—¡Yunaites Estéits! ¡Yunaites Estéits! —imita alguno de la fila
trasera. Se oyen risillas de varios compañeros de clase, hasta de algunos dominicanos. Detesto que los niños americanos se burlen de cómo pronunciamos el inglés.
—Es una buena pregunta, Oscar —le contesta la señora Brown, que lanza una mirada de desaprobación a la clase. También ella debe haber oído el cuchicheo—. Eso se llama licencia poética. Algo que se permite decir en una historia que no fue cierto en la vida real. Como una metáfora o un símil.
Justo entonces se abre la puerta del aula. Alcanzo a ver al direc- tor y detrás de él a la mamá de Carla, tía Laura, que se ve muy nerviosa. Pero la verdad es que tía Laura siempre parece nerviosa. A papi le gusta bromear que si hubiera una prueba olímpica de preocupación, la República Dominicana ganaría si su hermana fuera parte del equipo. Pero últimamente papi también se ve muy preocupado. Cuando le hago preguntas, contesta que, «La curiosi- dad mató al gato», en vez de lo que siempre dice, «La curiosidad es señal de inteligencia».
La señora Brown camina hacia el frente del aula y habla con el director por un minuto antes de seguirlo al pasillo, donde se encuentra tía Laura. Cierran la puerta.
Por lo general, cuando la maestra sale del aula, Charlie Price, el payaso de la clase, hace de las suyas. Cosas como cambiar las manecillas del reloj para que la señora Brown se confunda y nos deje salir antes al recreo. Ayer, escribió ESTA NOCHE NO HABRÁ TAREA en letras grandes de molde y con la fecha en el pizarrón, JUEVES, 10 DE NOVIEMBRE DE 1960. Hasta a la señora Brown le hizo gracia.
Pero ahora el aula entera aguarda en silencio. La última vez que el director vino a nuestro aula, fue para decirle a Tomasito Morales que su mamá había venido a recogerlo. Le había pasado algo a su papá, pero incluso papi, que conocía al señor Morales, no quiso decirnos qué había pasado. Tomasito no ha regresado a la escuela desde entonces.
A mi lado, Carla se pone el pelo detrás de las orejas, algo que siempre hace cuando está nerviosa. Mi hermano, Mundín, tam- bién tiene un tic nervioso. Se muerde las uñas siempre que hace algo malo y tiene que sentarse en la silla de los castigos hasta que papi vuelva a casa.
La puerta se abre y la señora Brown entra de nuevo, con esa son- risa fingida de los adultos cuando tratan de ocultar malas noticias. Con voz clara, la señora Brown le pide a Carla que recoja sus cosas.
—¿Puedes ayudarla, Anita? —agrega.
Regresamos a nuestros asientos y empezamos a empacar los útiles en el bulto de Carla. La señora Brown le anuncia a la clase que continuarán con la obra más tarde. Todos deben sacar el libro de vocabulario y comenzar el siguiente capítulo. Los compañeros de clase fingen estar trabajando pero, por supuesto, todos nos miran de reojo a Carla y a mí.
La señora Brown se acerca para ver cómo vamos. Carla guarda su tarea, pero deja los útiles normales en su pupitre.
—¿Son tuyos? —la señora Brown señala los cuadernos nuevos, la fila bien acomodada de plumas y lápices, la goma de borrar con forma de la República Dominicana.
Carla asiente.
—Recoge todas tus cosas, cariño —le dice la señora Brown en voz baja.
Empacamos el bulto de Carla con todas sus pertenencias. Mientras tanto me pregunto por qué la señora Brown no me ha pedido que también yo empaque mis cosas. Después de todo, Carla y yo somos de la misma familia.
La mano de Oscar se agita y baja como una palmera en un ciclón. Pero la señora Brown no lo llama. Esta vez, creo que todos deseamos que él pueda hacer su pregunta, que probablemente sea la misma pregunta que todos estamos pensando: «¿Adónde va Carla?»
La señora Brown toma a Carla de la mano.
—Ven —me indica con la cabeza.
La señora Brown conduce a Carla por un extremo del aula. Las sigo, temerosa de echarme a llorar si alguien me mira a los ojos. Levanto la vista al retrato de nuestro Benefactor, el Jefe, que cuelga en la parte superior del aula, sus ojos observándonos. A su izquierda está colgado un George Washington de peluca blanca, mirando a la distancia. ¿Quizá eche de menos a su propio país?
Con tan sólo mirar al Jefe evito que se me rueden las lágrimas. Quiero ser fuerte y valiente para que si algún día llego a conocer al líder de nuestro país, él me felicite.
—¿Así que eres la niña que nunca llora? —me dirá, sonriendo.
Mientras cruzamos al frente del aula, la señora Brown se da la vuelta para asegurarse de que la sigo. Me ofrece su mano y la tomo.